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El argumento de El Avaro, de Moliere, es tan conocido, que su efecto sobre el público contemporáneo ya no reside en las revelaciones de la trama: Harpagón es un viejo tacaño, que quiere casar a su hija, Elisa, con otro viejo rico. De paso, se compromete en matrimonio con Mariana, la enamorada de su hijo Cleanto. Cleanto no está dispuesto a dejarse arruinar la vida por su padre y traza un plan con Elisa, que ama secretamente a Valerio, el criado lambón de Harpagón. Valerio no es, en realidad, un criado, sino un rico heredero que ha sido separado violentamente de su familia.

Así, más o menos, va la cosa.

Hay algunos  personajes secundarios que orbitan la trama y, de vez en cuando, se precipitan contra ella, dejan una semillita de conflicto, y vuelven a orbitar. Está, por ejemplo, Santiago, el cocinero y cochero de Harpagón, cuyos líos con su lengua provocan las situaciones más hilarantes. Y está también Frosina, de quien uno no termina por decidirse de qué lado está.

Y eso es más o menos todo.

No son necesarias las reservas para revelar el argumento, pues la fuerza de El Avaro, como se ha dicho, no reside tanto en la trama (de tan vieja, todo el mundo ha terminado por conocerla) como en sus personajes, que adquieren la dimensión del prototipo, traspasan las fronteras culturales y aún temporales para instalarse en nuestra época, en nuestro barrio, en la sala de nuestras casas, inclusive. Uno los ve en escena y no le cuesta identificarlos con otros tantos que desfilan en la vida real.

Y esto sí que es verdad en cuanto los harpagones. Hay unos más conocidos que otros, desde luego.  El año pasado, la revista Semana sacó una curiosa antología de tacaños famosos. De Madonna, por ejemplo, se dice que le cobra las llamadas telefónicas a sus empleados y les tiene prohibido tocar la comida de la cocina.  Y John Paul Getty, fundador de la Getty Oil y declarado el hombre más rico del mundo en 1957, instaló un teléfono de monedas en su mansión por si sus huéspedes tenían urgencia de realizar alguna llamada.

Así, pues, no es tan cierto que El Avaro sea una obra muy vieja escrita en un país muy distante. Sus personajes, a fuerza de nuestras propias experiencias, adquieren carne y hueso, aliento  vital.

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